Yo he intentado preguntarle a mamá muchas cosas, pero en ninguna de ellas he obtenido respuesta. Esto es muy raro. Ahora hay muchos coches pitando en la calle, desesperados. También le he preguntado que por qué hacían eso y ella se ha limitado a hacerme callar con un gesto agresivo y tembloroso. Pobre mamá, lo está pasando mal.
Acaba de apagar el televisor y nos ha cogido de la mano muy fuerte, suda mucho... Esta vez no subimos al ascensor, como siempre habíamos hecho, bajamos por las escaleras corriendo, llegamos al rellano y mamá abre la puerta, hay muchos coches pitando y ninguno de ellos puede avanzar.
Con las prisas no he podido mirar al cielo, una nube de color raro nos envuelve, el aire sabe como a hierro. Yaïma lleva a su osito, sigue sin darse cuenta de nada.
Hemos ido a un sitio con mucha gente llorando en el que había un cartel en el que ponía “Infectados” , antes de entrar nos han pasado una maquina blanca que pitaba mucho, pero sólo cuando estaba delante mía, de mamá o de Yaïma. Yo no sé lo que es eso, pero suena bien, de pequeña siempre asustaba a mi hermana con sonidos parecidos y por eso ella tiene mucho miedo ahora, se acaba de agarrar a la pierna de mamá. Nos han dejado pasar. Tenemos como una especie de cama y nos han dado ropa que huele mal y es vieja, pero dice mamá que tenemos que dar gracias, que hay gente que está mucho peor. Yaïma ya no es feliz, está llorando y yo lloro por dentro, pero no quiero hacerlo por fuera, porque si lo hiciera todos estaríamos más tristes, ahora estoy intentando animarlas con mis tonterías típicas, y, por lo menos, alguna sonrisa me dedican, aunque sea mínima.
Los días siguientes vimos como iban desalojando muchas camas, gran parte de las personas que días antes habían estado compartiendo lugar de residencia con nosotras habían desaparecido.
Mi primo, Danyel, me había contado días antes miles de historias en las que asesinos sanguinarios secuestran a niños y luego los matan, y les clavan cuchillos haciéndoles daño, yo temo que eso sea lo que está pasando ahora.
Mamá cada día está más blanca, y ya apenas se mueve, yo le prometí que cuidaría de mi hermana pequeña, y cumpliría con mi palabra, mal que me pese, o haya de pagar con mi vida.
El lunes siguiente a mamá le pusieron una manta de color oro sobre el cuerpo y la sacaron por donde habían sacado a todos nuestros ya ex-compañeros de residencia. Yaïma lloraba por cuarta o quinta vez, y por sexta yo le hice callar con un abrazo. Ahora estábamos solas, y yo sabía que no sería fácil.
16 años después...
Todas las noches me acuerdo de mamá, y aunque Yaïma no lo sepa, también lloro cuando pienso en ella y muchas veces, más de las que nadie se pueda imaginar, pienso cosas malas que no debería hacer, puesto que le prometí a la que ahora nos protege desde el cielo que no abandonaría nunca.
Ahora mi hermana ya tiene unos 18 años y yo ya casi llego a los 27. Qué rápido pasa el tiempo, aunque tú no lo quieras. Ambas vivimos en el mismo piso, a unos 60 Km de donde vivíamos antes.
Cierto día, mientras que Yaïma y yo salíamos a comer en el campo ella se desmayó, yo, nerviosa no sabía qué hacer. Como buena hermana mayor me informé de los efectos que tendría la radioactividad a largo plazo, y sí, perfectamente podría ser un cáncer, pues varios días atrás y de vez en cuando hace años vomitaba y tenía nauseas, también múltiples dolores de cabeza. Inmediatamente la llevé al hospital y allí confirmaron mi teoría, cáncer de tiroides. Aquí comenzaba mi lucha, el final del camino cada vez estaba más cerca, y a pesar de sufrir por mi hermana como lo hacía y he hecho hasta ahora ya no mis fuerzas, pero sí las de mi madre.
Los médicos me sacaron de la habitación, me dijeron que hacía ya casi 16 años que tenía la infección en su interior y que apenas le quedaban 2 o 3 días de vida a lo sumo. Yo le informé del accidente nuclear que ambas padecimos, y si digo que tardó más de 3 minutos en examinarme radiactivamente, miento. Padezco leucemia, pero viviría más, me dijeron.. cierto fue.
Podía observar día a día la evolución de mi hermana, ver cómo perdía el pelo y con él las ganas de vivir. No comía ya, demasiado duro el alimento, ni siquiera los líquidos le entraban, y la saliva era como balas para ella, o por sus gritos eso es lo que yo podía deducir, pues no hablaba ya.
Y aquí estoy, yo, la niña que creció muriendo, junto con otros millones de personas. No hay día en el que no maldiga a esas partículas alfa, beta y gamma que han ido perforándonos durante años, a mí y a mi familia, a todo lo que yo conocía. Ahora muero, a la vez que lo hace la leucemia en mi interior estando en la misma casa donde un día las noticias fueron el centro de atención, en la casa que, envuelta por el gas radiactivo, encarrilaría nuestros raíles hacia un muro en el que, tarde o temprano habríamos de topar. Aquí estoy, ahora mátame, pero no acabarás con mis recuerdos, ni con mis ganas de vivir, porque son las de mi madre, y ella, nunca las perdió. He intentado imaginar, pereciendo en el intento, cómo sería mi vida si, por haber nacido unos kilómetros más allá de donde, por suerte o por desgracia me encuentro, tuviese que sufrir esas grandes catástrofes que ahora mismo acontecen en mi planeta y en el de miles de millones de personas que sufren, siendo igual de humanos que yo.
Dilema, ¿Anteponemos la vida a la comodidad? Porque si quisiéramos realmente la paz, si tanto quisiéramos a nuestra raza no la pondríamos en peligro de ninguna de las maneras. Si de verdad quisiésemos y creyéramos en el amor, la fraternidad y la igualdad, deberíamos quemar las armas, las centrales nucleares, al igual que los ejércitos, y todo aquello que pudiera incitar a la violencia lo eliminaríamos inmediatamente... Tenemos miedo, todos lo tenemos, y es miedo a los humanos, y a veces, a nosotros mismos y a lo que seamos capaces de hacer. Nucleares o no nucleares... yo diría que no las quiero, sin embargo, tampoco estoy muy por la labor de dejar de vivir lo bien que lo hago, pero pienso en las miles de personas que han fallecido para que yo tenga lo que tengo, para que pueda vivir sin preocupaciones y me asaltan malos sueños. No quiero pensarlo, tantas personas con cánceres, malformaciones...
No sé si, de verdad, merece la pena pagar el precio.
Marina. 3 ESO, IES Azud de Alfeitamí