7 de agosto de 1988, todos jugábamos al fútbol a pesar del calor que hacía, pues era la única manera que teníamos para distraernos. Lo pasábamos muy bien, no teníamos pelotas, así que utilizábamos cualquier objeto redondo para que hiciera la veces de balón.. ya fueran latas o incluso piedras. A falta de porterías nos quitábamos las camisetas y las dejábamos tiradas en el suelo, justo en el lugar en el que queríamos que estuvieran los palos.. Muchos de nosotros no teníamos zapatos, como consecuencia de ésto la gran mayoría acabábamos con los pies totalmente destrozados, a veces, hasta con sangre, pero eso no importaba, la piel de las plantas de éstos se había acostumbrado casi completamente a la dureza del suelo y a lo que te podías encontrar tirado en él.. Mi hermana pequeña y sus amigas nos veían mientras que hablaban al cobijo de la sombra del árbol más cercano. Yo siempre estaba pendiente de ella, no quería que le pasara nada y al menor indicio de altercado ya estaba preparado para actuar.. Hasta ahora, nunca nadie le había hecho nada, todos los niños de la comunidad nos llevábamos realmente bien, a pesar de ser una de las más pobres de la ciudad y casi del estado.
No mucho después de terminar el primer partido notamos cómo temblaba el suelo, nunca hubiéramos podido llegar a imaginar que era el principio de una guerra, de nuestra guerra, mejor dicho. Al notar el segundo estruendo, mucho más cercano a nosotros, a escasos 700 metros, corrí hacia las chicas y les dije que se tiraran al suelo rápidamente, no dudé en protegerlas con el cuerpo hasta que la tierra paró de temblar, cuando eso sucedió me apresuré a gritar fuertemente, aún sabiendo que la mitad no me oiría, o porque habían muerto o porque la explosión les había dejado sordos, que fueran a sus casas y no salieran hasta que supieran lo que había pasado. Y así hicimos, acto seguido agarré a mi hermana del brazo, estaba inconsciente, así que, sin a penas pensarlo, la levanté en peso hasta llegar a mi casa, donde estaban mi padre y mi madre, atados de pies y manos, hacían gestos extraños, como queriendo decir que nos fuéramos de allí inmediatamente, ambos llevaban una mordaza. Como yo no sabía absolutamente nada de lo que pasaba me dispuse a quitárselas, y cuando empecé noté el cañón de una pistola en mi espalda, giré la cabeza, mi hermana ya no estaba y habían matado a mis padres de dos disparos en la frente. No sabía cómo comportarme en aquel momento, sentí una mezcla de rabia, ira e impotencia interior casi indescriptible, y noté caer alguna que otra lágrima de mis ojos inocentes e incrédulos. Me ataron las manos, me pusieron una mordaza y me vendaron los ojos, los recuerdos que tengo de aquel momento están un poco borrosos, no sé si fui todo el camino llorando, gritando o callado, no lo sé, aunque tampoco creo que importe mucho eso ahora.. Después de una hora, aproximadamente, de viaje sobre baches, seguía con el cañón de pistola en la espalda, si me resistía me matarían, eso es algo que sí tengo totalmente claro. No mucho más tarde me bajaron del camión y me quitaron la venda de los ojos, aunque no la mordaza ni lo que me ataba las manos, avanzamos hasta el interior de una especie de refugio en cual habían también miles de niños como yo, de mi edad, e incluso alguno más pequeño, de cinco años, diría yo, también pude reconocer a algunas niñas, pero menos. Les estaban enseñando a matar, con pistolas, con cuchillos a sangre fría y sin piedad. Conforme nos íbamos adentrando más miedo tenía, llegó un momento en el que no sentía las piernas, ni siquiera le encontraba sentido a mi caminar, pero seguía ahí, de pie.. "instinto de supervivencia" creo que le llaman.. Nadie me dirigió ni una palabra, ellos utilizaban el idioma de las armas y la violencia, me dieron una metralleta y comenzaron a instruirme para que aprendiera a matar a mis iguales. Me negué, recuerdo, dos o tres veces, fue ahí cuando un general de la tropa infantil me comenzó a pegar, haciéndome así varias brechas, y cicatrices que aún tengo, como es evidente no volví a hablar, me ensimismé y me volví, en un par de meses, en un sumiso de sus superiores, total y completo, "El Obediente" me llamaban.
Una de las cosas de las que mejor me acuerdo es cómo, un mal día, me dijeron que mi familia, más en concreto, mis padres, estaban en contra del régimen dictatorial más perfecto de todos los tiempos, el régimen glorioso del mejor generalísimo que había y habrá. Me obligaron, de alguna manera, a odiar a todo lo que, alguna vez, fue mi razón para existir y hoy día sigue siéndolo. Yo, como buen súbdito, me lo creí todo, mi rabia interior aumentó, y la descargué matando a mis "enemigos" en guerras de las que ni siquiera sabía el nombre ni por qué se producían.
Aprendí a matar, y conforme mis conocimientos sobre ello aumentaban, mi persona, el niño bueno e inocente que creció jugando, desaparecía sin dejar rastro, y daba lugar a un sanguinario, frío y sin piedad niño de ocho años, dispuesto a matar, dispuesto a morir.
Después de casi veinticinco años aquí estoy, contando lo que algún día fue mi perdición a unos auténticos desconocidos que son conscientes de que detrás de sus televisores hay un millón y medio de niños que sufren estas barbaries que yo sentí en mis carnes, las cuales no deseo a ningún niño (ni adulto) del mundo. Sigo aquí, viendo cómo, a pesar de lo avances tecnológicos, no se ha descubierto manera de erradicar las guerras, guerras que no tienen vencedores, sólo vencidos, personas que matan a personas, sin tener razones. Porque digan lo digan, no hay ninguna razón que justifique la muerte de otra persona, tenga la condición que tenga, NINGUNA.
Marina. 3r ESO, IES Azud de Alfeitamí.
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