Hay
tantas cosas dentro de la choza europea, que si cada hombre de un
pueblo samoano se llevase un brazado, la gente que vive en ella no
sería capaz de llevarse el resto. En cada choza hay tantos objetos
que los caballeros blancos emplean muchas personas sólo para
ponerlos en el sitio que les corresponde y para limpiarles la arena.
Incluso las taopou de alta cuna emplean gran cantidad de su tiempo en
contar, rearreglar y limpiar todas sus cosas.
Todos
vosotros sabéis, hermanos, que cuento la verdad que he visto con mis
propios ojos, sin añadir a mi historia ninguna opinión. Por eso
creedme cuando os cuento que hay gente en Europa que presionan un
palo de fuego en sus frentes y se matan, porque prefieren no vivir a
vivir sin cosas. Los Papalagi turban de todos los modos posibles sus
mentes y enloquecen pensando que el hombre no puede vivir sin cosas,
como no puede vivir sin comida.
También
por eso, nunca he sido capaz de encontrar una choza en Europa donde
pudiera descansar del modo apropiado en mi estera, sin nada que
estorbara mis miembros cuando quería estirarme. Todas aquellas cosas
lanzan destellos de luz o gritan chillonamente con las voces de sus
colores, de tal modo que no podía cerrar mis ojos en paz. Nunca
hallé el verdadero reposo allí ni fue mayor mi nostalgia por mi
cabaña samoana; esa cabaña en la que no hay nada más que una
estera para dormir y un envuelve-cama, y donde nada te turba salvo la
suave brisa del mar.
Los
que tienen pocas cosas se llaman a sí mismos pobres o infelices.
Ningún Papalagi canta o va por la vida con un destello en su mirada
cuando su única posesión es un recipiente de comida como hacemos
nosotros. Si los hombres y mujeres del mundo de los blancos
residieran en nuestras cabañas, se lamentarían y afligirían, e
irían a buscar rápidamente madera de los bosques y caparazones de
tortuga, vidrios, fuerte alambre y llamativas piedras y mucho, mucho
más. Y moverían sus manos de la mañana hasta la noche, hasta que
la choza samoana estuviera llena de objetos enormes y pequeños que
se rompen fácilmente y son destructibles por el fuego y la lluvia, y
que por esto deben sustituirse todo el tiempo.
Cuantas
más cosas necesitas, mejor europeo eres. Por esto las manos de los
Papalagi nunca están quietas, siempre hacen cosas. Ésta es la razón
por la que los rostros de la gente blanca parecen a menudo cansados y
tristes y la causa de que pocos de ellos puedan hallar un momento
para mirar las cosas del Gran Espíritu o jugar en la plaza del
pueblo, componer canciones felices o danzar en la luz de una fiesta y
obtener placer de sus cuerpos saludables, como es posible para todos
nosotros.
Tienen
que hacer cosas. Tienen que seguir con sus cosas. Las cosas se
cierran y reptan sobre ellos, como un ejército de diminutas hormigas
de arena. Ellos cometen los más horribles crímenes a sangre fría,
sólo para obtener más cosas.
Ahora
el hombre blanco quiere hacernos ricos trayéndonos sus tesoros, sus
cosas. Pero esas cosas son como flechas envenenadas, que matan a
aquellos en cuyo pecho se han introducido. Una vez oí, por
casualidad, decir a un hombre que conoce bien nuestras islas: “Vamos
a forzar nuevas necesidades en ellos”. ¡Las necesidades son cosas!
Y aquel sabio dijo más: “Entonces podemos ponerles a trabajar
también fácilmente”. Quería decir que tendríamos que usar la
fuerza de nuestras manos para hacer cosas, cosas para nosotros
mismos, pero principalmente para los Papalagi. Debemos estar también
cansados, encorvados y grises.
Hermanos
de muchas islas, debemos mantener nuestros ojos muy abiertos, porque
las palabras de los Papalagi saben como los dulces plátanos, pero
están llenas de flechas escondidas que saldrán para matar toda la
luz y alegría que hay en nosotros. No olvidemos nunca eso. Aparte de
lo que nos ha dado el Gran Espíritu, precisamos muy poco. Él nos
dio ojos para ver las cosas, pero necesitáis más que todo el tiempo
de nuestra vida para verlas todas. Y nunca pasó mayor mentira por
los labios de un ser humano como cuando el hombre blanco nos dice que
las cosas del Gran Espíritu tienen muy poco valor, pero que las coas
que ellos producen son más útiles y valiosas. Sus propios objetos,
son numerosos, resplandecientes y brillantes, lanzan miradas
seductoras a nuestro sistema de vida y se nos imponen, pero nunca
hacen el cuerpo de un Papalagi más bellos, sus ojos más brillantes
o sus mentes más agudas. Ésta es otra razón por la que sus cosas
tienen poco valor y las palabras que pronuncian y fuerzan
violentamente nuestra consciencia, son pensamientos empapados de
veneno, las eyaculaciones de un espíritu maligno.”
Scheurmaun,
E (1977) Los papalagi (los hombres blancos)
Discurso
de Tuiavii de Tiavea, jefe samoano. Barcelona. Integral
Viñeta: Miguel Brieva
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