divendres, 26 d’agost del 2011

Ya no hay vagón que valga.


Y entonces me dijeron que debía de entrar a una especie de cueva oscura, honda y misteriosa inmediatamente, sólo contaba seis veranos y éste sería el peor sin duda alguna, no me gustaba nada cómo sonaban todas las cosas que me decía aquel hombre vestido de negro impoluto, hablaba muy rápido, como si quisiera que no le entendiera y, efectivamente, yo no conseguía descifrar todas las palabras que salían de ese desconocido. Tenía mucho miedo, y lo tengo todavía, a pesar de estar perdiendo aquí ya más de cinco años de mi vida, si así se le puede llamar, a pesar de conocer todos los recobecos de éste agujero negro que me absorbe más de doce horas diarias quitándome años de mísera existencia, porque eso no me salva de que un día caiga la galería entera encima mía, y los minerales que ahora hacen que puedan pagarme el poco dinero que me pagan me maten al aplastarme. Me dijeron hace no mucho que tres de los mineros que trabajaban en el turno de día habían muerto, dos de silicosis y el último por falta de oxígeno al encontrarse con una bolsa de gas en un galería muy pequeña.

Hakan ya había leído bastante por hoy, cerró el libro y lo dejó en la estantería de la derecha fue hacia la habitación de Auki, su hermano menor, a darle las buenas noches y su correspondiente beso, pasó también por la habitación de sus padres hasta terminar en el salón, desde donde se contemplaba la montaña en la que ninguno de ellos tendría que ser explotado laboralmente ya que estaba todo controlado y en las condiciones correspondientes después de todas las manifestaciones y trabajo de los habitantes del lugar y ONG's solidarias de otros países y otros muchas personas más, con la sonrisa dibujada en la cara esperó a que terminara de ponerse el sol y se fue a dormir.
Al día siguiente Hakan volvió a coger el libro y encontró en la última página la viñeta adjuntada y no se le ocurrió mejor manera de celebrar que habían conseguido que nadie más viviera así que ir a montar en la montaña rusa, que ya no a la minera.

Marina


Noticia: La mina como escuela (http://www.fronterad.com/?q=mina-como-escuela&page=0,0&pagina=2 )
Hacia las seis de la tarde, la montaña empieza a escupir hombres azules. Salen de las bocaminas, rebozados de polvo de estaño, levantan la cara hacia la luz y enseguida la agachan, deslumbrados. Caminan cabizbajos, sin quitarse el casco, arrastrando las botas por la gravilla, en silencio. 10.000 mineros bajan como hormigas por las laderas del Cerro Rico hacia la ciudad de Potosí. En un pedregal a 4.300 metros de altitud, en la caseta de adobe donde vive con su familia, Abigail Canaviri Canaviri se calza el casco, la lámpara frontal y las botas de goma. Esta niña de 14 años espera a que salgan los mineros para entrar a trabajar toda la noche bajo tierra. (...)
Abigail tiene miedo de que se le voltee el carro, cuando se lanza en los tramos cuesta abajo y ella intenta retenerlo. Tiene miedo de los lugares tan estrechos en los que apenas hay sitio para la vagoneta y ella tiene que agacharse, empujar y avanzar “como lagarto”. Miedo de los dolores en la espalda y los brazos. De la silicosis: un médico le dijo que debe dejar la mina para que no le ocurra como a su papá, que por la noches reventaba en un terremoto de toses, underrumbe de alveolos, una sacudida de costillas que lo doblaba en dos. Su papá escupía pedazos de pulmón sanguinolentos. Y murió ahogado cuando ella tenía ocho años. Abigail también teme que algún minero borracho la viole: dos amigas suyas de 12 y 13 años ya han tenido bebés por este motivo. Pero le empuja otro miedo mayor: el miedo al hambre. “Hace pocos días murió un bebé en Pailaviri porque no tenía qué comer”, dice. Y piensa en su hermano de cuatro años. (...)
La historia de doña Margarita, la madre de Abigail, es la de tantas viudas de mineros: al morir el marido y quedarse sin ingresos, tuvo que abandonar su vivienda y subir con los cuatro hijos a una caseta de adobe en la ladera pelada del Cerro Rico, a 4.300 metros, junto a la bocamina. La caseta es un refugio de seis metros por dos y medio, un cuartucho lóbrego, sin ventanas, cubierto por una chapa de cinc agujereada. Los vendavales del Cerro silban en las rendijas de las paredes, apenas tapadas por cartones y plásticos. Las goteras suelen embarrar el suelo de tierra, donde se aprietan los sacos con la ropa de la familia, una mesita con una cocina de gas y la cama donde duermen Abigaíl, su hermano y su madre, menos apretados desde que los dos hermanos mayores emigraron a Porco y Oruro para buscarse la vida. En esta casa comen maíz hervido, papas y arroz. Y acarrean
el agua potable desde una cisterna cercana. En eso están mejor que otras familias, todavía acostumbradas a usar las aguas cargadas de metales que fluyen por la ladera.(...) El empeño de Abigail es asombroso: cuando sale de la mina, después de trabajar toda la noche, no se mete en la cama sino que acude a la sede de Cepromin para desayunar y hacer las tareas del colegio, al que asiste algunas tardes. “Tengo que estudiar para tener una profesión. Es la única manera de sacar a mi mamá y a mi hermanito de la mina”, explica, mientras sorbe un puré de verduras. Con sus manos de minera, curtidas, agrietadas y teñidas por el polvo de estaño, hojea libros ilustrados de Disney y detiene la mirada en los vestidos de Cenicienta o la Bella Durmiente. Le quedan por delante cuatro cursos para sacarse el bachillerato. Suspira: “Pero la escuela se me hace difícil. A veces me quedo dormida”.

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